Autor: Eduardo Lores (Diario 'El Comercio' - Dom 7, Ene 2010)
''La Butifarra, Sabor y Control''
Como el Pisco, el Cebiche y la Carapulca, la Butifarra es patrimonio gastronómico del Perú.
El nombre probablemente provenga de un homónimo salchichón español; como se suele comer con pan, tal vez esa denominación se extendió al emparedado que lo contenía. Pasado el tiempo, quizás, se convirtió en sinónimo de sándwich o sánguche si se quiere. El hecho es que hoy la butifarra peruana tiene un perfil nacional que declara su independencia de aquel embutido ibérico, para ser más precisos, catalán.
Partamos de dos cosas claras y distintas, su contenido es el jamón del país y su contenedor el pan francés, su complemento necesario la salsa criolla siendo opcional, a estas alturas de la historia, la hoja de lechuga americana.
Aceptando que la salsa criolla sea un rasgo estilístico de cada butifarrero (dosis de cebolla roja, su corte y su tiempo en salmuera, ajíes, rocotos, limón, pimienta y otras hierbas, que en el peor de los casos puede llegar a admitir suplementos exógenos como la mayonesa, la mostaza y hasta el ketchup), sobre lo que no podemos transigir es acerca del pan y el jamón. El pan francés, que no existe en Francia, es tan peruano como la papa, tiene forma de poto, es esponjoso y de sabor bastante neutro; hay variedades novedosas más crocantes y hasta se puede aceptar la roseta por su forma redonda y ciertas otras condiciones que la acercan al francés, pero más nada como dirían los venezolanos, es decir, nada de ciabattas, baguetts, campesinos, ni de yema. Sería una insolencia insinuar si quiera el pan de hamburguesa (quizás el más industrial y repetido del mundo) aunque venga con ajonjolí.
El jamón del país no puede ser sino casero, subjetivo, es el quid del asunto. Hasta la manera de embadurnar la pierna de chancho masajeándola con los condimentos es personal. La salsa condimentada suele ser el secreto mejor guardado de un butifarrero que se precie, algunas constantes son, el ajo, el ají panca, la sal y la pimienta, pero existen más variaciones sobre ese mismo tema que las de una sinfonía de Mozart. La cocción también tiene sus misterios, se sugiere que sea larga y a fuego lento como el mejor sexo. El corte con cuchillo bien afilado y a mano alzada es la firma del autor.
Sería escandaloso aceptar como auténtico jamón del país a ese producto homónimo que —por descuido de las autoridades pertinentes que deben preservar el buen nombre del patrimonio nacional— producen algunas empresas de embutidos, cual jamonada, y se despacha cortado mecánicamente en lonjas del ancho según preferencia del cliente, o empaquetadas al vacío con sus colorantes, preservantes y saborizantes que le borran toda aura. Estas solo son aceptables para meriendas de emergencia y no para los grandes gozos de la vida a los que está destinada una verdadera butifarra.
''La Butifarra, Sabor y Control''
Como el Pisco, el Cebiche y la Carapulca, la Butifarra es patrimonio gastronómico del Perú.
El nombre probablemente provenga de un homónimo salchichón español; como se suele comer con pan, tal vez esa denominación se extendió al emparedado que lo contenía. Pasado el tiempo, quizás, se convirtió en sinónimo de sándwich o sánguche si se quiere. El hecho es que hoy la butifarra peruana tiene un perfil nacional que declara su independencia de aquel embutido ibérico, para ser más precisos, catalán.
Partamos de dos cosas claras y distintas, su contenido es el jamón del país y su contenedor el pan francés, su complemento necesario la salsa criolla siendo opcional, a estas alturas de la historia, la hoja de lechuga americana.
Aceptando que la salsa criolla sea un rasgo estilístico de cada butifarrero (dosis de cebolla roja, su corte y su tiempo en salmuera, ajíes, rocotos, limón, pimienta y otras hierbas, que en el peor de los casos puede llegar a admitir suplementos exógenos como la mayonesa, la mostaza y hasta el ketchup), sobre lo que no podemos transigir es acerca del pan y el jamón. El pan francés, que no existe en Francia, es tan peruano como la papa, tiene forma de poto, es esponjoso y de sabor bastante neutro; hay variedades novedosas más crocantes y hasta se puede aceptar la roseta por su forma redonda y ciertas otras condiciones que la acercan al francés, pero más nada como dirían los venezolanos, es decir, nada de ciabattas, baguetts, campesinos, ni de yema. Sería una insolencia insinuar si quiera el pan de hamburguesa (quizás el más industrial y repetido del mundo) aunque venga con ajonjolí.
El jamón del país no puede ser sino casero, subjetivo, es el quid del asunto. Hasta la manera de embadurnar la pierna de chancho masajeándola con los condimentos es personal. La salsa condimentada suele ser el secreto mejor guardado de un butifarrero que se precie, algunas constantes son, el ajo, el ají panca, la sal y la pimienta, pero existen más variaciones sobre ese mismo tema que las de una sinfonía de Mozart. La cocción también tiene sus misterios, se sugiere que sea larga y a fuego lento como el mejor sexo. El corte con cuchillo bien afilado y a mano alzada es la firma del autor.
Sería escandaloso aceptar como auténtico jamón del país a ese producto homónimo que —por descuido de las autoridades pertinentes que deben preservar el buen nombre del patrimonio nacional— producen algunas empresas de embutidos, cual jamonada, y se despacha cortado mecánicamente en lonjas del ancho según preferencia del cliente, o empaquetadas al vacío con sus colorantes, preservantes y saborizantes que le borran toda aura. Estas solo son aceptables para meriendas de emergencia y no para los grandes gozos de la vida a los que está destinada una verdadera butifarra.
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